Vía Crucis




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En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén

 

Damos comienzo a la oración del vía crucis como broche de esta Javierada que, una vez más, nos ha puesto en camino hacia la cuna de nuestro paisano y patrón universal de las misiones, nuestro querido Francisco de Javier.

Cada año es así, y ya van 84 convocatorias. Esta es la primera vez que peregrino con vosotros como pastor de esta iglesia de Navarra.  Nos ponemos en camino no sólo con nuestros pies, sino con todo nuestro ser, con nuestro corazón (“Corazones en camino” reza el lema de estas javieradas).

Esta es la actitud con la que el Papa Francisco nos invita a vivir nuestras vidas. Caminar por esta vida como familia de Jesús; con un solo corazón, con un mismo sentir. Así hemos de vivir nuestra fe en este mundo necesitado de verdaderos signos de la presencia del Señor. Y esos signos, somos cada uno de nosotros.

Ahora nuestra meta es el castillo de Javier y, allí, la celebración de la Eucaristía que nos une como hijos en fraternidad. Ahí reponemos fuerzas con el perdón sacramental y con el alimento que nos da Jesús, el Pan de la Vida.

Caminemos por esta vida con el corazón lleno de alegría. En este tiempo de Cuaresma y como rezamos en las palabras del salmo 50, pidamos a Dios: ¡devuélveme la alegría de tu Salvación! Que, como San Francisco de Javier, sepamos ser testigos de la alegría, la esperanza y el amor que nacen de un corazón que se va llenando de Dios.

Que Javier sea corazón de la Iglesia que acoge, alienta, espera y une a quienes estamos en camino.

Señor Jesús, ayúdanos a caminar cada día con un corazón grande, que ame a todos por encima de prejuicios y justificaciones. Que sepamos mirar a quienes peregrinan a nuestro lado como hermanos y amigos dejando en cada paso la huella de tu Reino. Concédenoslo, tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén

La fe cristiana nos adentra en una gran paradoja. ¡Qué claro lo vemos al contemplar esta primera estación del camino de Jesús hacia la cruz! Él, el Salvador del mundo, es condenado a pena de muerte. Nos dice san Juan: Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3, 17). Resulta absolutamente contradictorio que quien viene a Salvar al mundo sea rechazado y condenado por el mundo. ¿Cuál fue su delito? ¿Cuál fue su culpa para merecer tal castigo? Hubo muchas acusaciones infundadas e, incluso, testigos falsos y manipulación de sus palabras. La razón de su condena, ¿podría ser, acaso, el amor desbordante por el ser humano creado a su imagen o la solidaridad divina en favor de los más vulnerables en este mundo?

Así somos los seres humanos prontos y dados al juicio y a la condena. Experimentamos una gran facilidad para sentenciar sobre la vida de los demás. Pero la salvación supone asumir todo lo humano, nuestra grandeza para hacerla más grande y nuestro pecado y pobreza para redimirlo. Sólo se vence aquello que se afronta cara a cara.

Podemos decir que todos estamos sentenciados a muerte, ya que ésta constituye un momento ineludible de nuestra existencia. Pero, qué diferente es asumir la muerte como el destino fatal, irremediable o  asumirla como el culmen de una vida que se entrega, se gasta y se desgasta por amor. Esta fue la perspectiva que asumió San Francisco Javier cuando en el año 1540 partía hacia Portugal camino de las Indias. Él mismo sentenció su existencia para entregarla hasta la muerte en favor del anuncio del Evangelio. No hay amor más grande que el de dar la vida por los amigos. (Jn 15, 13)

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

No había otra forma peor de llevar adelante una sentencia de muerte. El reo había de portar el instrumento de su ejecución. El condenado a muerte llevaba su patíbulo hasta el lugar donde se iba a hacer efectiva la condena.

Rompiendo cualquier tentación de rutina o de habernos acostumbrado a ver esta imagen. Con verdadero asombro ante esta locura, hoy somos invitados a mirar esa cruz con la que Jesús carga sobre sus hombros flagelados. Jesús, el Maestro, nos enseña y nosotros, que somos sus discípulos, hemos de aprender que la vida no es sólo un mero disfrutar y pasarlo bien; no es sólo gozo y jolgorio. Jesús dijo y nos sigue diciendo a sus discípulos que la vida contiene cruz, dolor y sufrimiento que arrostrar: «El que quiera venir en pos de mí que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. (Mt 12, 22)

Los hombros de Jesús no sólo sujetan el peso de una cruz de madera. Sus hombros sostienen el peso de todas la cruces que hay, ha habido y puedan haber en cualquier tiempo y cualquier lugar. Ya lo predijo el profeta Isaías:  Él soportó nuestros sufrimientos  y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron. (Is 53, 4-5)

         La misión y tarea evangelizadora de San Francisco de Javier estuvo avalada con la tarea de llevar las cruces de los demás. Tanto en los momentos más difíciles de sus travesías en barco, como en sus estancias en un lugar y otro, trataba de acercarse a los hospitales, a los enfermos, a todos los sufrientes para aliviar sus dolores y llevar con ellos sus cruces.

         Señor, ayúdame a asumir y a llevar mi cruz cada día tenga el peso que tenga.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Ayúdanos, Señor, a ser valientes cuando desde diversos frentes se infravalora o ridiculiza la vida cristiana. Permítenos, Señor, que la cruz de la incomprensión, de la soledad o de las persecuciones de guante blanco (aquellas que se dan pero no se ven) les podamos hacer frente con una fe sólida y fundamentada en Ti. Que nuestras caídas, Señor, no nos alejen de ti. Que no caigamos en el pesimismo que todo lo invade ni nos desplomemos en la vida fácil; que no nos perdamos en el suelo de la dureza de corazón o insolidaridad. Caer contigo, Señor, es saber que un día seremos alzados y para siempre. También pedimos perdón, Señor, por esas caídas de algunos miembros de la Iglesia que la dañan con sus actos personales pero que nos afectan con gran dolor. ¿Somos conscientes de que la Iglesia es Santa pero que, aquellos que formamos parte de ella, caemos en más de una ocasión bajo el peso de nuestros propios pecados?

El cansancio y la dureza de la aventura hicieron mella en mí, Señor de la cruz. Eran más las necesidades que las posibilidades de hacerles frente; eran más altos los castillos con los que soñaba que la realidad que me rodeaba. ¡Era tanto lo que quedaba por hacer! Pero, aun así Señor, Tú siempre estuviste a mí lado. Maduraba y me consolaba en aquella subida hacia el Gólgota donde, por cumplir la voluntad del Padre, Tú –Jesús amado- pudiste levantarte para seguir y llegar hasta el final. Cuatro años me costó acercarme definitivamente a ti en París. Prefería caer en brazos de la gloria humana. Me levanté para seguirte como discípulo más fiel. Caí en tus brazos y ya nunca me aparté de ti.

 

Señor, pequé, ten piedad y misericordia de nosotros

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

         No podía faltar su presencia en este tramo del camino. En este momento aparece alguien, tan importante, en esta historia de salvación. Jesús se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan singular! Los habrá peores y los hubo mucho mejores. No es la primera vez que se encuentra en circunstancias difíciles con su Hijo. Aquel encuentro, a los tres días perdido en el templo, era constatación y comienzo de la profecía de Simeón cuando al ser presentado años antes en el  templo de Jerusalén. «Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma». (Lc 2,35)

         Comienza el camino donde el corazón de la Madre del Redentor ejerce su misión dolorosa. Pero la presencia de la Madre es sin duda reconfortante para el Hijo.

         Toda madre es transparencia del amor, es hogar de ternura, es fidelidad que no abandona, porque una verdadera madre ama incluso cuando no es amada.

¡María es la Madre! En ella, la feminidad no tiene sombras, y el amor no está contaminado por rebrotes de egoísmo que aprisionan y bloquean el corazón.

María es la Madre. Su corazón permanece fielmente junto al corazón del Hijo y sufre y lleva la cruz, y siente en la propia carne todas las llagas de la carne del Hijo.

María es la Madre, y sigue siendo Madre: para nosotros, por siempre.      En la retina y, sobre todo en el corazón del gran misionero estaba la imagen de la Virgen, que en tantas ocasiones sirvió de consuelo para sus fatigas y dificultades. Cuantas avemarías desgranadas y dirigidas a quien es imagen de la ternura de Dios.

         Señor Jesús, tenemos necesidad de mujeres, de esposas, de madres, que devuelvan a los hombres el rostro hermoso de la humanidad. Señor Jesús, tenemos necesidad de María: la mujer, la esposa, la madre que no deforma ni reniega jamás el amor. Señor Jesús, te pedimos por todas las mujeres del mundo.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Simón de Cirene, un desconocido, uno que pasaba por ahí (otro samaritano como el de la parábola) y que al volver del campo, sin enterarse mucho de lo que ocurría en la ciudad le toca ponerse, nos dice San Mateo que, forzado a llevar la cruz.

Aquel personaje anónimo se ha hecho realmente famoso y su nombre perdura en algunos libros de historia y en la misma Sagrada Escritura. Pero donde quedaría grabado este momento sería en su corazón y, sin duda, que su nombre y su rostro quedó grabado en el corazón de Jesús.

         Muchas cosas en la vida, se comienzan porque no queda más remedio, y después se asumen con gozo y con verdadera conciencia de lo que se está haciendo. Quizás Simón de Cirene no fue consciente de lo que le estaban llevando a hacer. No sabía que sobre sus hombros estaba la cruz salvadora, que estaba supliendo al mismo Hijo de Dios en el camino hacia la Salvación. Simón de Cirene hace posible que Jesús cumpla su misión.

         Ya no es Simón, ya no es la cruz del Señor… ¿oh, sí? Es Jesús y el cirineo pero se muestra en otros rostros y otras vidas. Sigue habiendo quienes cargan o cargamos con la cruz y quienes están o estamos llamados a echar una mano para sobrellevarla. Cuantas veces nos resistimos a cargar con la cruz de los defectos, de la debilidad, de la enfermedad, de la pobreza, de la marginación de los otros. Jesús nos espera como “cirineos” en cada rellano y en cada recodo del camino para que cojamos las cruces de los hermanos. ¿Dejaremos que pase esta oportunidad de apoyar al Señor a cumplir su misión salvadora?

         Aquella cruz que perdió en la tempestad del mar y que milagrosamente trajo el cangrejo a la orilla de la playa, es el signo que acompañó siempre a san Francisco Javier. El Cristo sonriente de la capilla del castillo en su infancia, la cruz que le acompañó en sus correrías evangelizadoras y portaba en todos los momentos de su vida hasta la muerte es un signo de la cruz que llevó y ayudó a llevar a otros. Y así lo hizo, sabiendo que aquella sonrisa que lucía el Cristo de su infancia era un anuncio de la victoria sobre el mal, el pecado y la muerte.

 Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Ahora es una mujer la que, sin que nadie le obligue y con gran valentía, rompe el cortejo de la condena y se acerca a Jesús para enjugar su rostro ensangrentado. Mujer valiente, te mueve la compasión y el amor de ver a un hombre en tan gran suplicio y sufrimiento y con el velo que te cubre alivias la belleza desfigurada del Señor. El rostro de Jesús quedó impreso en aquel lienzo y quedo grabada su faz.

Hay cosas que quedan grabadas para siempre y que no pueden pasar desapercibidas. Ojala que quede grabado en nuestras almas el rostro de Jesús. Ya está en nuestras almas desde que en el Bautismo recibimos la primera efusión del fuego del Espíritu Santo. Pero el tiempo y la distancia pueden ocultar esa imagen de Jesús que todos estamos llamados a reflejar. Somos el velo de Verónica.

Que las palabras de Jesús, que esta meditación de su camino hacia el Calvario, esta Javierada que nos ha puesto en camino y el encuentro final en la Eucaristía aviven su imagen en nuestras vidas.  Que este tiempo de Cuaresma que nos invita a la conversión nos ayude a romper con los muchos cortejos y muros que nos impiden acercarnos a Jesús. Que la cercanía y el sentir su mirada llena de misericordia descargue en nosotros esa valentía que el mundo nos roba.

Como Verónica seamos valientes frente a nosotros mismos y a nuestra comodidad. Seamos valientes frente a quienes nos muestran un rostro agrio o contrario. Valientes ante el rechazo y las obstrucciones para estar siempre con Jesús y con sus preferidos, los pobres.

        

         Quedó grabado en el alma de San Francisco de Javier el rostro de Jesús al escuchar las palabras que en un momento dado San Ignacio le presentó. Fueron como un viento recio que hizo resonar la voz de Dios que le llamaba a ver la vida desde la mirada de Jesús. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará. ¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla? (Mt 16, 25-26)

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Todo cae, nada de lo humano es para siempre. Tu humanidad extenuada por el peso del madero, por el peso del desprecio, de la burla y la irrisión de tantos que contemplan tu vía dolorosa; tu naturaleza humana, frágil y débil sucumbe ante el peso del pecado de la humanidad.

         Caen los proyectos, caen las ilusiones, caen los negocios, caen las relaciones, caen los imperios, caen los sistemas políticos… todo y todos caemos, hasta el mismo Jesús. Esta caída física es signo de esa caída social, moral y espiritual que también se produce en nosotros. Aquello que ya decía san Juan en el Apocalipsis (2,5) Pero tengo contra ti que, has abandonado tu amor primero. Acuérdate, pues, de dónde has caído, conviértete y haz las obras primeras.

Pero, lo que no cae nunca es la misericordia de Dios, no cae su fidelidad, no cae el poder de su Palabra y de su gracia. Dios permanece, lo humano cae, lo divino permanece. San Mateo nos recuerda lo que dijo Jesús (24,35): El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

         Con las palabras del salmo 102 diremos: Los días del hombre duran lo que la hierba, florecen como flor del campo, que el viento la roza, y ya no existe, su terreno no volverá a verla. Pero la misericordia del Señor dura desde siempre y por siempre, para aquellos que lo temen;  su justicia pasa de hijos a nietos: para los que guardan la alianza  y recitan y cumplen sus mandatos.

         Esta firme convicción ponía en pie y hacia retomar su tarea a San Francisco Javier después de esos momentos de abatimiento físico y espiritual que la misión del anuncio del Evangelio le traía. Tú, mira hoy, si estas caído, mira de donde te has caído, mira si te has apartado del maravilloso proyecto del Reino. Mira si te has despistado del horizonte de la justicia, la rectitud, la honestidad a la que te llama el maestro.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

             Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

         Bienaventuradas esas mujeres anónimas. que valientes se han acercado a ver este espectáculo dantesco con el corazón roto y los ojos llenos de lágrimas. Lloran y sufren por ver a Jesús, al justo, al hombre íntegro y generoso en semejante trance. Se duelen por el dolor de Jesús.

         Bienaventurados los que lloran porque serán consolados. (Mt 5, 5) Lágrimas que son el fruto de quien se conmueve en lo más profundo de su ser por el dolor ajeno, de quien de verdad se duele al ver a un hombre condenado injustamente. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. (Mt 5, 7) Es esa misericordia, ese amor verdadero, el que produce un auténtico dolor y llanto por el sufrimiento del ser amado, del prójimo.

         Jesús, habla para ellas y para todos sus seguidores de cualquier tiempo. En estas palabras nos habla a nosotros que hacemos este vía crucis. Quizás les advierte y nos advierte que no podemos quedarnos en una piedad puramente sentimental. Ellas la ven en el mismo Jesús, nosotros a través de la imaginería tan prolija y rica y la piedad que queda en algunas oraciones. Nos duele el dolor de Jesús, pero este dolor se prolonga en el sufrimiento y el escarnio de tantas personas que sufren en nuestros días.

         Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado» (Lc 23, 28)

         Se dolía del corazón de San Francisco de Javier al ver tantas personas en aquellas tierras sin posibilidad de que conocieran la esperanza de la Salvación.  Así decía el Santo: Muchos cristianos se dejan de hacer en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueve pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio, y principalmente a la universidad de París, diciendo en Sorbona a los que tienen más letras que voluntad, para disponerse a fructificar con ellas: ¡cuántas ánimas dejan de ir a la gloria y van al infierno por la negligencia de ellos!

         ¿Qué harás tú, por quien te conmueves y lloras?

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

 

         Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Esta tercera caída de Jesús puede hablarnos de todas las caídas que tienen lugar en la sociedad y en cada uno. Nos habla de nuestras caídas como cristianos y como Iglesia. Muchas veces nos ha hablado el Papa Francisco de que la Iglesia es como un hospital de campaña tras una batalla. Bendición será si nuestras heridas son el fruto de una lucha sin cuartel por vencer el mal y el pecado de este mundo. Benditas caídas las que vienen por el esfuerzo por transformar el sufrimiento de los demás y las injusticias que se comenten cada día. Toda caída sufrida por quien lo da todo por el Evangelio, por causa del Reino y de su justicia es encomiable y digno de toda misericordia y condescendencia.

Nos dice el Evangelio de San Mateo: Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar (Mt 18,6). Nuestra lucha es contra el mal social y contra el mal personal. Jesús muestra dureza en sus palabras frente a quien da un mal ejemplo y cae en actitudes y obras que escandalizan la buena voluntad de los demás, especialmente de los más vulnerables de esta sociedad y, por tanto, de quien más protección ha de tener.

Caemos cuando no somos ejemplo de vida cristiana, cuando no nos tratamos como hijos de Dios y hermanos. Caemos cuando nos odiamos, nos separamos, nos calumniamos. Caemos cuando los prejuicios nos impiden acercarnos a los otros, a los que son diferentes a los de mi grupo o mi ideología. Caemos cuando nos somos capaces de agarrarnos a lo que nos une y no a lo que nos separa. Nos caemos cuando anteponemos el tener al ser y la imagen a la verdad.

Nuestro mundo se cae, se hunde por las guerras, por la falta de respeto a la vida, por deseo de alcanzar siempre el máximo beneficio y adorar al “dios dinero”. Nuestro mundo se cae cuando no se pone a la persona en el centro y se la trata como un objeto de uso o de compra-venta. El mundo se cae porque no se pone a Dios en el centro de todo, puesto que es el único que puede situarnos en la dignidad absoluta de todo ser humano creado a su imagen y semejanza.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. (Flp 2, 7). El Dios desnudo, sin nada que lo cubra. Así vino a este mundo y sin nada se va después de haberlo entregado todo.

Este despojo de su ropa es un signo de las muchas renuncias que ya había realizado. En su nacimiento se despojó de su rango divino para ser como uno más. Dejó su familia y su trabajo para hacer la voluntad del Padre. Una voluntad que le lleva a entregarse y dejarse despojar, no sólo de su túnica, sino de su propia vida: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». (Lc 22,42)

 Pero realmente no le quitan nada, esta desnudez en la que está, es un signo más de su radical donación porque ya lo había entregado todo con su palabra, sus gestos y su vida. No le quedaba nada que dar entre sus manos y sin ningún aderezo será mostrado en la cruz. Porque así nos enseñó que para quien ama, no es posible retener nada para sí. Que la vida se entrega al desnudo, sin plazos, de una sola vez y a pecho descubierto.

Al ver a Jesús así, sin nada, hemos de ver a todas las personas que son despojadas de lo más esencial: su dignidad, su valía. Cuantas personas son despojadas de su propia vida, de su tierra, de su hogar, de la familia, de unas condiciones dignas de vida. Cuantas veces la pobreza material y espiritual lleva a muchos a despojarse de su dignidad vendiendo su cuerpo, vendiendo su amor o renunciando a los valores más esenciales de la persona.

Entonces dirá el rey a los de su derecha: “Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme”. Entonces los justos le contestarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed y te dimos de beber?;¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos?; ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?”. Y el rey les dirá: “En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis”. (Mt 25,35-40)

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Ya hemos llegado al monte Calvario. Te han sacado de la ciudad Santa, de la ciudad de la paz, de Sion casa del gran Rey, tras arrastrarte por sus callejuelas empinadas hasta que llegas aquel promontorio (lugar de la calavera) y te clavan en el patíbulo que tú mismo has portado. Te clavan y dejas clavar. Te atan a la cruz con los brazos abiertos. Era lo habitual, pero esos brazos abiertos son más que la costumbre, son un signo de la razón y el fruto que ha de brotar de tal madero. Das la vida al mundo. En tu entrega y tu obediencia Dios el Padre, por medio del Hijo crucificado está abrazando al mundo. Ejerces como verdadero sacerdote que se ofrece en ese altar indigno e inmerecido por el bien de toda la humanidad.

         Tus brazos abiertos y clavados muestran que lo quieres abrazar todo, el ser humano tu criatura única y privilegiada, todas las demás criaturas y toda la creación que aguarda la plenitud.

         Nuestros brazos no son como los tuyos, porque muchas veces se quedan cortos para dar y mostrar la misericordia que tantas personas cercanas necesitan. Nuestros brazos a veces se cierran por tantos prejuicios que elaboramos en nuestra mente, por tantos rencores que dejamos que echen raíces en nuestro corazón.

         Señor, queremos que nuestros brazos sean lugar de descanso y reposo como lo son los tuyos. Como San Francisco de Javier cuyos brazos se cansaban de tanto bautizar y darse a los demás, Señor, queremos que nuestras manos y nuestros brazos atados a la fe en el poder de tu muerte y resurrección se cansen de abrazar, de ayudar, de darse y de mostrar así que estás vivo, que ya no estás atado a la cruz, pero tus brazos siguen abiertos en los misioneros que anuncian el Evangelio, en todos los que entregan su tiempo y sus bienes en favor de los demás. Tus brazos siguen abiertos si los nuestros se abren al bien de los demás.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Padre, A tus manos encomiendo mi espíritu… El último aliento es un acto de confianza y de obediencia hasta el extremo, hasta el fin. Sus últimas palabras antes de expirar en tan cruel tormento son una oración y súplica que manifiesta un verdadero abandono en el Padre, en su providencia, en su proyecto.

Y Jesús calla, ahora Jesús ya no habla. Sus labios han quedado mudos. Ya no puede decir a su Madre, como en las bodas de Caná, mujer aún no ha llegado mi hora. Esta era la hora. El ha venido al mundo para esto, para morir y dar la vida en rescate por muchos. No hay amor más grande que aquel de quien da la vida por sus amigos.

La muerte es injusta a todas luces. La muerte de cualquier inocente es aún más injusta. La muerte por sí misma no tiene ningún sentido y, si esta no se mira con fe, puede hacer que hasta nuestra vida deje de tenerlo. Sólo cuando nuestra vida tiene un sentido sobrenatural somos capaces de arrostrar la muerte, incluso aquella que resulta injusta o es fruto de la injusticia.

Siempre, pero también en nuestros días florece el martirio, la muerte injusta de muchos cristianos por el mero hecho de serlo. Aunque los medios silencian esta realidad está muy presente. Son muchos los hombres y mujeres que son masacrados por adorar al Dios de la Vida. Y por Él, como lo han hecho a lo largo de los más de 2000 años de historia de la Iglesia, ha preferido someterse, como el mismo Jesús, a la sentencia de la muerte. La razón es una esperanza firme en la Vida Eterna.  

Como decía Santa Teresa del Niño Jesús y como lo hizo esta patrona de las misiones junto a San Francisco de Javier, dio la vida a alfilerazos… derramando cada día la vida en favor de las misiones y de la evangelización. Damos gracias por todos los que dan la vida en favor de los demás.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Han devuelto a las manos de la Madre el cuerpo sin vida del Hijo. La madre que recibió en sus brazos a aquel niño, gestado milagrosamente por obra de Dios en su seno, lo recibe de nuevo en sus brazos. Ella es la piedad. Ella es la que mira con dolor y comprende. Aunque es verdad que los Evangelios no hablan de lo que ella experimentó en aquel instante, podemos intuirlo por nuestra propia experiencia del dolor y del sufrimiento.

Es como si los Evangelistas, que nos han narrado otros momentos, con el silencio, quisieran respetar su dolor, sus sentimientos y sus recuerdos. O, simplemente, como si no se considerasen capaces de expresarlos.

La devoción sencilla de los fieles cristianos y la mano de los artistas ha querido dar visibilidad a este momento en la imagen de la «Piedad». Esta imagen ha quedado grabada de este modo para memoria inmemorial. Así han resaltado en esta expresión dolorosa aquel vínculo de amor nacido en el corazón de la Madre el día de la anunciación y que fue madurando en la espera del nacimiento de su divino Hijo. Ahora este íntimo vínculo de amor debe transformarse en una unión que supera los confines de la vida y de la muerte. Y será así a lo largo de los siglos: los hombres veneran a la Dolorosa en tantos santuarios y en todas las partes del mundo. De este modo aprenden el difícil amor que, no huye ante el sufrimiento, sino que se abandona confiadamente a la ternura de Dios. Para Dios, nada es imposible.

Desde aquel momento, cuando Jesús todavía clavado al madero, nos regaló a María como Madre; esta Madre sigue acogiendo el cuerpo de tantos hijos que mueren en la soledad, víctimas de la violencia, la guerra, la droga o simplemente del desamor. María llora la muerte de todos sus hijos, pero nos acogemos a su mediación y a la misericordia divina, de modo que esperamos, como en Jesús, el triunfo de la vida.

 Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

Te adoramos oh, Cristo, y te bendecimos que por tu santa Cruz redimiste al mundo.

 

         Como a uno más, como a cualquier ser humano, llevan a Jesús a aquella tumba excavada en la roca. Un sepulcro nuevo sin que hubiera sido enterrado nadie todavía, quizás para mostrar la novedad de esta muerte. Este sepulcro donde yace inerte el cuerpo de Jesús será el lugar de la batalla más importante que se va a afrontar en la historia de la humanidad. El desenlace de esta gesta silenciosa e invisible a los ojos del mundo será la victoria sobre la muerte. No podrá retener la muerte el poder de la vida, como el invierno no puede retener el primaveral resurgir de la naturaleza.

         El cuerpo de Jesús fue rescatado del madero de la cruz. Fue José de Arimatea, un discípulo secreto, como Nicodemo, que le ayudó, y que solicitaron al gobernador el cuerpo para que no quedase expuesto a la mirada curiosa y al escarnio de las rapaces. Fue envuelto en un sudario y, de forma un poco atropellada depositado en el sepulcro. ¿Qué hubiera sido de él? ¿Una fosa común, una tumba sin nombre?.

El ser humano no pierde su dignidad ni siquiera tras cruzar el umbral de la muerte. No somos un mero despojo de humanidad. En la liturgia de los difuntos, cuando los cuerpos se llevan a los templos, son rociados con agua bendita y perfumados con incienso como signo de la dignidad del cuerpo como parte de nuestra realidad personal.

Pero no hay que esperar a la expiración para reconocerlo, desde el mismo instante de la concepción hasta más allá del último aliento el cuerpo es un templo que hay que cuidar y respetar. Hoy se da mucha importancia al cuidado físico del cuerpo, pero la salud integral del cuerpo depende también del cuidado espiritual y cuidado moral que se le dé. Nuestra realidad física está informada por nuestra realidad espiritual. Cuidar alma y cuerpo, porque, cada uno de nosotros, enteros, únicos, estamos llamados como Jesús a la resurrección.

Señor, pequé. Ten piedad y misericordia de mí.

Padre Nuestro

 

Hemos acompañado a Jesús en esta vía dolorosa. Es fácil recordar, tratar de contemplar estos momentos últimos en la vida del Señor. No cuesta y resulta saludable hacer estos kilómetros hasta el castillo de Javier.

Es en nuestro andar cotidiano, en nuestro día a día donde hemos de vivir con las actitudes y los valores que brotan de estas estaciones del camino de la cruz. Jesús es el modelo de la humanidad. Jesús es el ejemplo a seguir. Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida que nos lleva al Padre y construir su Reino de justicia, paz y amor.

         Nuestra esencia es caminar, siempre caminar, caminar sin cansarnos en el deseo de imitar y seguir las huellas de Jesús, el Buen Pastor, el que da la vida por las ovejas. El que da la vida por los amigos. También nosotros hemos de dar la vida por nuestros hermanos.

         Nuestro patrón San Francisco de Javier no dudó en ponerse en camino para aunar corazones entorno al corazón de Cristo, donde se ha revelado el amor tierno y misericordioso del Padre.

         Que el Señor nos bendiga, nos guarde de todo mal y nos lleve a la vida eterna. Amén

 

+ Canto: Himno a San Francisco Javier…2,13